La invención de mi vida y los libros


Los libros, como repasa Irene Vallejo, vivieron una historia a través de la historia, de mano en mano, de persona en persona, sobreviviendo o pereciendo a incendios y purgas. Experimentando etapas florecientes o esperando escondidos a que pasara la oscuridad. Es curioso que estos milenios de historia dilatada, se compriman paralelos dentro de mi cuerpo, provocando las mismas victorias culturales y la misma barbarie.

Hubo un día en que yo gateaba por la prehistoria con las manos manchadas de pintura y, en consecuencia, comunicando así sobre los soportes que se ofrecían a mi paso. Mi madre dice que el gateo duró poco y en seguida decidí erguirme para caminar dando tumbos. Cogía margaritas, saboreaba hierba y hundía el brazo en la tierra de la huerta de mis abuelos.

Entonces se me aparecieron los insectos, esas letras de los libros que me leía mi padre antes de dormir. Fue la época de la escritura cuneiforme, indescifrable para la niña sumeria que aguardaba entre las sábanas las historias venideras. Este ritual de lectura en voz alta duró años.

Aprender a leer y a escribir me llevó a la Atenas de mi vida. La luz de las letras iluminó mis días de hija única. Escribía sobre mis miedos, ante un abismo abierto de par en par. Filosofaba siempre, mientras mi madre me tejía las trenzas, sentadas al borde la cama o mientras me quedaba sola en la cocina, girando la cuchara en el puré de verduras, frío como un témpano. Escribía disertaciones sobre la alimentación saludable para la revista del cole o ensayos entre marcos de macarrones para hablar del amor filial con motivo del día de la madre o del padre. Escribía poemas y cuentos que encuadernaba después. Paseaba leyendo bajo los pórticos de la biblioteca de Alejandría que había en mi habitación y declamaba en las termas frente al espejo de mi armario.

Hasta que un día llegó mi oscura adolescencia. La barbarie que quemó gran parte de mi voracidad cultural, mi curiosidad ateniense y aquella literatura extensa que regó toda mi niñez. Los libros se quedaron en algunos monasterios alejados de mis ganas. Mi madre y mi padre, aquellos griegos cultos, avanzados, ejemplo y luz, dejaron de ser admirados por aquel entonces. Sólo hubo algunos destellos, alumbrados por algún profesor de instituto que fue el escriba que salvó algunos libros en aquella larga Edad Media. De esta manera, algunas joyas pasaron por la cuerda floja de mi historia, haciendo un esfuerzo de equilibrio para no caer a la hoguera de una época en llamas.

Con las universidades por las que pasé, llegó mi imprenta. Los libros empezaron a copiarse más en mi biblioteca interior. Los títulos se tatuaban en el lomo de mi piel de veinte años de vida. El siglo XV en mi habitación se dedicó más al estudio, a la pedagogía, a la escritura académica. Esta revolución fue mi puerta a la felicidad adulta. Mi renacimiento cultural, en el que sabios, filósofos y maestros me iluminaron por un camino selvático, cerrado por la maleza de mi ignorancia. Bajo la vegetación, comenzaba a emerger una calzada antigua, la vocación nunca soñada de ser profesora de Lengua. Restos de una construcción heredada, un camino transitado muchos años antes por la vocación de mis padres, mis clásicos olvidados.

A finales de la veintena, comienza mi Ilustración europea, un movimiento de luces y letras. El mundo se me despliega dentro y todas las esferas se iluminan con fuerza. La política, la ciencia, el arte, la sociedad, la economía. Quiero aprender por aprender, como en la infancia ateniense. Leo sobre neuroaprendizaje y me fascina la filosofía. Me sumerjo de nuevo en una escuela porticada y llena de retórica. El neoliberalismo y sus tentáculos me angustian y la economía social, el cooperativismo, el amor por el territorio y lo local se me aparecen como la solución a todos los males del mundo. La naturaleza vuelve. Mis juegos con las margaritas se convierten en una lucha incansable por reducir la contaminación, salvar los árboles, consumir consciente y rebelarme contra el canon capitalista que nos obliga a devorar el mundo. Algunos libros me hacen reír fuerte de toda la mochufa que no quiero ser.


En esta etapa de mi devenir histórico, los libros decoran mi propia casa, paisajean el amor y extralimitan lo cotidiano. Ocupan lugares nuevos. Se atrincheran en un sillón durante horas y me atrapan en la cama las mañanas de domingo. Acuerdan conmigo la postura y el lugar.  A veces quieren leer en la cocina mientras sube el bizcocho, o abrir sus páginas asomadas a la ventana del salón. Con el tiempo, deciden hacerlo en cualquier rincón de la casa y van marcando así todos los territorios del placer. Hay libros muy exigentes y libros que se leen con Javier del Pino hablando de fondo. Surgen libros que me llevan a lecturas contiguas en pareja, separados los dos por un tiempo de distancia. Y el amor se abriga en conversaciones sobre una historia o a través de los silenciosos subrayados a lápiz sobre las palabras precisas del papel.

El comienzo de mi nueva década ha sido una editorial de éxito, cuyo nivel de producción libraria a veces supera las ventas asumibles por un tiempo que me falta. Los treinta son mi propio Siglo de Oro inverso. Es decir, yo leo fructífero mientras Lope escribe comedias.

Entonces llega marzo de 2020. Una fatídica oportunidad de la historia, la otra, la externa. El tiempo se dilata y los libros transitan despreocupados como yo he transitado por todos ellos desde que nací. Han gateado y dado tumbos haciéndome caer. Han corrido rápido hasta llegar al límite de un aplauso diario, extinguido y desgastado. Han sido el faro en las tinieblas de una barbarie. Y me han iluminado tanto que he alcanzado a ver todas mis épocas. De igual modo que los aldeanos aislados recibían artefactos inesperados de las amazonas de Kentucky, ha llegado a mí este ensayo alumbrador desde La Vorágine cálida de la librería de mi barrio.

El infinito en un junco, como sabe su autora, tiene su propia historia dentro, al calor de las vidas que lo leen, con el código de su propio relato. Dios Mercado ha puesto un precio al códice que escribió Irene Vallejo en sus cuadernos, pero su valor es infinito. Ojalá se deslice por la cuerda floja hasta las librerías y bibliotecas del futuro.