Lenguaje literario y naturaleza



El lenguaje literario y las figuras retóricas nos muestran, a través de las palabras, una realidad diferente. A veces más cruda, a veces más desnuda, a veces mejor. Pero el afán de esta función poética es siempre elevar el lenguaje a otro nivel, trascendiendo la comunicación cotidiana e instrumental, la que nos es, digamos, útil. En la naturaleza también encontramos diferentes niveles metalingüísticos, diferentes capas que atravesar hasta llegar a leer el lenguaje literario que nos cuenta historias, nos hace disfrutar y activar nuestras emociones, elevándonos o descendiendo hacia el centro de la Tierra, según.

Del mismo modo que en la literatura, en la naturaleza existe la belleza, la poesía, el ritmo, la musicalidad, igual que en los poemas y textos creados para tales fines. Las especies, sus comportamientos, las relaciones y las dinámicas de los diferentes ecosistemas constituyen, para quien se para a leer, maravillosas creaciones poéticas.

Si nos detenemos en la orilla, igual que nos detenemos en un poema, las olas se convierten en esas palabras que se repiten, periódicamente al comienzo de cada verso. Anáfora es la figura retórica de repetición que marca el ritmo, rompe con el sonido de la espuma y nos mece entre una ondulación y la siguiente. Estos ciclos de olas llegan a la orilla, igual que los versos recalan en quien lee.

El mundo animal y vegetal está repleto de colores, formas y sensaciones, igual que se abre un mundo sensorial dentro de un texto lírico. Encontramos estructuras concéntricas, infinitas y paralelas. Los panales de la abeja se repiten como esquemas vacíos en los que cabe la miel y la belleza. Igual que la estructura sintáctica que se repite en un poema, creando paralelismos y juegos de espejo donde se depositan las palabras diferentes, en una sensación dulce que acaricia la garganta cuando lees en voz alta, como la miel, en un caer melifluo y cálido.

En la naturaleza hay espacios para la nada, silenciosos, huecos para el ensueño y el viaje, como Alicia cayendo al vacío. Elipsis que nos hacen pensar, incluso reír como el mono de Birmania sin nariz. La naturaleza es poderosa y, a veces, tienen sentido del humor, si estamos preparados para mirarla así, más allá de la emoción y la rabia ante su devastadora pérdida. A veces, si te fijas, se vuelve exagerada y nos muestra un derroche de creatividad, con hiperbólicos seres como la babosa de la cola interminable o criaturas que más bien parecen sátiras salidas de un soneto de Quevedo.

Todo el mundo quiere ser poeta cuando mira las nubes, buscando personajes, historias breves y versos sueltos. Menos se repara en las rocas, que a veces se animalizan en camellos del desierto sobre las olas de una playa de Santander o se transforman en personas miradas de perfil. Los árboles cuentan historias de amor y sensualidad áspera en las profundidades del bosque. Se abrazan y se besan entre los rayos de sol que se cuelan entre las hojas. Personificaciones, animalizaciones y metáforas que aparecen allí donde llega nuestra mirada literaria.

"Verde que te quiero verde", decía Lorca, con esa epanadiplosis intrínseca a la vida en la Tierra, es decir, verde de principio a fin. Verde el brote que nace y verde el árbol que crece, en un círculo vital que no ha de romperse nunca por la destrucción industrial y la acción humana. “Verde que te quiero verde” debería ser nuestro mantra ambiental, el origen.


Los contrastes son el recurso literario más potente, que más golpea las entrañas y las emociones encontradas. “Es tan corto el amor y tan largo el olvido”, decía Neruda, igual que la vida natural nos muestra la realidad efímera de una flor, que admiramos porque es fugaz, como el tiempo que nos queda. Qué antítesis la vida y la muerte, una contraposición que llena a ambas de una carga de significados y fuerza infinitas. Los ciclos naturales, las estaciones contrarias, las noches que suceden a los días, mostrando colores y sensaciones antitéticas, contrarias e irremediablemente complementarias, unidas igual que un poema lleno de contrastes en contenido y forma.

La naturaleza se contradice y, en medio de esas contradicciones, genera belleza, igual que las palabras. De igual modo que el “hielo abrasador” y el “fuego helado”, sentimos la suavidad rugosa al acariciar el tronco de un árbol y un silencio atronador en la noche más lúgubre. Ésta es la maravilla que encierra un oxímoron, una realidad contradictoria que la poesía hace posible.

Sin embargo, amargas paradojas rompen, a veces, la lógica natural y atentan a la lengua y sus convenciones y arbitrios. El permafrost, esa capa de suelo congelado permanentemente en las regiones polares, deja, paradójicamente, de estar congelado por el cambio climático y sus amenazas a toda vida natural. La contaminación y la deforestación son parte del problema ambiental y algunas aves, como el ave lira, se permiten la ironía de imitar el sonido de una motosierra mientras se posan en la rama de un árbol. Qué paradojas. Que nos hagan despertar.






El simbolismo es el mecanismo poético que nos hace entender los códigos, como un mensaje en clave que hemos de descifrar. Así mismo, en la naturaleza encontramos metáforas, símbolos y alegorías universales, las claves del mensaje de la vida y de nuestro futuro como especie. Los ríos y el mar tienen ese poder y sirven a la poesía vital, como la de Jorge Manrique, para metaforizar que "Nuestras vidas son los ríos que van a dar al mar, que es el morir". Las estaciones simbolizan las etapas de la vida y sus diferentes colores y calores y advertencias de brevedad. “Coged de vuestra alegre primavera/ el dulce fruto, antes que el tiempo airado/ cubra de nieve la hermosa cumbre” escribía Garcilaso, recorriendo de la primavera al invierno. Y qué simbólicas las flores, las rosas, una señal del camino que nos ilustra la fugacidad de la vida, esto es, el "Carpe diem" y "Collige virgo rosas" y el “Tempus fugit” de los autores y poetas.

La realidad es inmensa e inabarcable y tiene partes oscuras o poco visibles. El lenguaje literario activa las emociones que nos hacen vibrar, disfrutar, comprender, sentir nostalgia, hacer preguntas y, a veces, nos permite alcanzar un conocimiento más profundo de las cosas. El iceberg es esa gran masa de hielo flotante que refleja la realidad compleja en que vivimos. Sobre la superficie se nos revela la parte visible, explícita y obvia de las cuestiones sociales, políticas y científicas y, bajo el mar, todo aquello que no vemos a primera vista y que hemos de descubrir para no quedarnos en la superficie, en un conocimiento somero y parcial del mundo. El cambio climático y la violencia machista son realidades que se explican mejor gracias a ese iceberg que nos muestra visualmente que hay muchos problemas bajo los efectos devastadores y tras los daños físicos. La metáfora del iceberg nos incita a profundizar, a osar entrar en la complejidad del conocimiento y a descubrir qué hay tras las grandes aristas de hielo.















El lenguaje literario está en las palabras, en los poemas, en las novelas, en el teatro. Y también se encuentra dentro de la naturaleza misma, que late poesía si sabemos leer su belleza, su movimiento, sus sonidos y el poder y delicadeza de sus versos. Es decir, un bosque inmenso que acaba en el mar es un auténtico poema de nuestra vida y de la existencia en este planeta.



El poema de nuestra vida

Las olas,
rompen,
repetidas.
Día
y noche
las hojas,
caen.
El otoño.
Rocas
en animales
dan su vida.
Árboles desnudos
se besan
a escondidas
en verano.
Un calor lorquiano
que todo ocupa
y el hueco mudo
donde viajar.
El invierno
un iceberg perdido.
Un río
que siempre da
todo
y acaba en el mar.
La abeja, el panal.
La miel en los labios
La flor breve.
La primavera de amar
que vuelve.